lunes, 26 de noviembre de 2012

Las familias de la Tele

Hay series de televisión que se ven en familia. Todos juntitos, alrededor de la mesa de camilla y del ventilador, esperando con ilusión para saber qué nos cuentan esta vez "Ana y los 7", "Los Serrano", "Aquí no hay quien viva"...

La familia que ve las series de TV unida... ¿permanecerá unida?

La imagen que nos quieren trasmitir sobre la familia las productoras de televisión está bastante adulterada. No hay que olvidar que sus intereses son exclusivamente crematísticos. Por eso, nos encontramos con unos programas golosos, con un cierto sentido del humor y unos personajes muy trabajados. Los guiones son sencillos de seguir, con muchos paralelismos basados en tópicos y muy similares entre el resto de las series.

Precisamente, lo que nos muestran a través de la pequeña pantalla son familias rotas, infidelidades constantes desde los quince años, historias histéricas con los sentimientos a flor de piel, de ellas y de ellos. Adolescentes revolucionarios con metas vitales vacías. Quinceañeras sin pudor excesivamente fáciles como para ser mujeres de provecho. Esos son los modelos que ya se ven en la calle entre los jóvenes de estas edades. De la tele a la calle hay menos espacio del que parece.

El modelo de matrimonio es una viñeta de cómic. Ambos se aguantan pero ninguno se ama. Parece como si cada marido y cada esposa de la serie dijera con sus caras: "vaya tela lo que me ha tocado". Todo esto entra por ósmosis.

En un ambiente así, en el que la falta de intimidad y la banalización de los temas humanos más serios se convierten en el secreto del éxito, es difícil encontrar una virtud cabalgando por el guión. Los modelos que se nos ofrecen son tan falsos, tan superficiales y tan... bobos, que, sencillamente, no merecen la pena.

Ir contracorriente es también gobernar el mando y elegir lo que se ve en familia sin miedo a ser los únicos españoles del mundo que no seguimos las desventuras de Ana Obregón.

martes, 13 de noviembre de 2012

Una visita al oculista

Imagínate que padeces un serio problema de visión y decides acudir a la consulta del oculista.

El médico, después de escuchar brevemente tu explicación del problema, saca del bolsillo sus gafas y te las entrega mientras dice con gesto solemne:

- "Póngase usted estas gafas. Yo las he usado durante diez años y me han ido estupendamente."

Tú pones una cara de asombro mayúsculo, y el oculista, sin pestañear, añade:

- "No se preocupe, tengo otras en casa, puede usted quedarse con éstas".

Con un escepticismo difícil de superar, te pruebas esas gafas y, como era de prever, ves aún peor que antes, y te quejas:

- "Por favor, ¿cómo me van a servir sus gafas a mí? Veo todo borroso".

- "Oiga, haga el favor de poner más empeño", responde con gravedad el oculista.

- "Ya lo pongo, pero no veo nada", contestas ya al borde de la ira.

El oculista insiste:

- "Sea usted más paciente y colabore, por favor. Tienen que servirle. A mí me han ido muy bien todos estos años".

Finalmente te vas de allí, escandalizado ante semejante ineptitud, y el oculista por llamarle de alguna manera se queda pensando:

- "Hay que ver, qué hombre más ingrato. No he logrado que me comprenda. Yo sólo pretendía ayudarle y... ¡cómo se ha puesto!".

Lo que este ejemplo pretende resaltar es que muchas veces, cuando damos un consejo a alguien, nos está pasando algo bastante parecido a lo que sucedía a ese oculista. Nos sentimos frustrados porque una determinada persona no nos comprende, o porque rechaza nuestros consejos, y quizá nos quejamos de que no pone interés en escucharnos. Y en realidad el problema no es que a esa persona le falte interés, o le falten entendederas, sino que nosotros estamos equivocando el planteamiento, y esa persona no entiende lo que le decimos porque no hemos logrado antes comprender nosotros cuál es su verdadero problema: le estamos recomendando con vehemencia usar unas gafas que a nosotros nos van bien, pero a él probablemente no. Tenemos que diagnosticar antes qué gafas necesita.

martes, 6 de noviembre de 2012

Carta de un hijo a todos los padres del mundo

Queridos papá y mamá:

No me des todo lo que pido. A veces, sólo pido para ver hasta cuánto puedo coger.

No me grites. Te respeto menos cuando lo haces, y me enseñas a gritar a mí también. Y yo no quiero hacerlo.

No me des siempre órdenes. Si, en vez de órdenes, a veces me pidieras las cosas, yo lo haría más rápido y con más gusto.

Cumple las promesas, buenas o malas. Si me prometes un premio, dámelo, pero también si es un castigo.

No me compares con nadie, especialmente con mi hermano o mi hermana. Si tú me haces sentirme mejor que los demás, alguien va a sufrir, y si me haces sentirme peor que los demás, seré yo quien sufra.

No cambies de opinión tan a menudo sobre lo que debo hacer. Decide y mantén esa decisión.

Déjame valerme por mí mismo. Si tú haces todo por mí, yo nunca podré aprender.

No digas mentiras delante de mí, ni me pidas que las diga por ti, aunque sea para sacarte de un apuro. Me haces sentirme mal y perder la fe en lo que me dices.

Cuando yo hago algo malo, no me exijas que te diga por qué lo hice. A veces ni yo mismo lo sé. Cuando estés equivocado en algo, admítelo, y crecerá la opinión que yo tengo de ti, y así me enseñarás a admitir mis equivocaciones también.

Trátame con la misma amabilidad y cordialidad con que tratas a tus amigos. Porque seamos familia no quiere decir que no podamos ser amigos también.

No me digas que haga una cosa y tú no la haces. Yo aprenderé siempre lo que tú hagas, aunque no lo digas. Pero nunca haré lo que tú digas y no hagas.

Enséñame a amar y a conocer a Dios. Aunque en el colegio me quieren enseñar, de nada vale si veo que tú ni conoces ni amas a Dios.

Cuando te cuente un problema mío, no me digas: "No tengo tiempo para bobadas", o "Eso no tiene importancia". Trata de comprenderme y ayudarme.