lunes, 29 de octubre de 2012

Un poco de comportamiento social


Hay personas cuya torpeza en sus relaciones humanas proviene, simplemente, de haber recibido una escasa educación en todo lo referente a las normas de comportamiento social. Cuando advierten esas carencias, puede invadirles un considerable miedo a no saber manejarse con soltura o a cometer errores que les parecen extraordinariamente ridículos. En cualquier caso, la única solución asequible es esforzarse por cultivar cuestiones básicas para la buena convivencia diaria. Por ejemplo, aprender a:

- iniciar o mantener con soltura una conversación circunstancial, para no ser de esos que a las dos palabras tienen que despedirse con cualquier pretexto, porque apenas tienen conversación y no saben qué más decir.

- mostrar interés por lo que nos dicen, y hablar sin apartar la mirada;

- saber decir que no, o dar por terminada una conversación o una llamada telefónica que se alarga demasiado;

- darse cuenta de que el interlocutor lleva tiempo emitiendo discretas señales de su deseo de cambiar de tema, o de terminar la conversación o la visita;

- no invadir el espacio personal de los demás (no acercarse físicamente demasiado al hablar; no entrar en temas o lugares que requieren andarse con mucha más prudencia y respeto; evitar preguntas molestas o inoportunas; etc.);

- no emplear tono paternalista, o de reconvención inoportuna, de hostilidad o de superioridad (todos ellos despiertan incomodidad o actitud de defensa en el interlocutor);

- pedir perdón cuando sea necesario, dar las gracias, pedir las cosas por favor, etc. (es más importante de lo que parece).

Se trata de reconocer los mensajes emocionales que emiten los demás, y también de acertar en los que emitimos nosotros. Ambas sensibilidades suelen estar muy relacionadas, y ambas son muy importantes. A veces, por ejemplo, una simple expresión facial inoportuna o desafortunada, o un comentario o un tono de voz que se interprete de forma negativa, pueden hacer que los demás reaccionen de forma distinta a lo que esperábamos, y nos sentiremos frustrados ante esos efectos indeseados de nuestro comportamiento. Por eso resulta decisivo aprender a situarse en relación a cada persona, sabiendo que cada uno puede tener una forma de ser muy distinta a la nuestra.

No basta con tratar a los demás

como queremos que nos traten a nosotros,

hay que tratarles como querríamos que nos trataran si fuéramos como ellos.

martes, 16 de octubre de 2012

La Historia de Nacho

Nacho era un chico de doce años, inteligente y buen muchacho, a quien tuve oportunidad de tratar más de cerca en un campamento, durante las vacaciones escolares. En este régimen de vida queda muy de manifiesto la forma de ser de cada uno, y Nacho enseguida se reveló como personaje caprichoso, que se enfadaba continuamente en el deporte y en los juegos, no quería ayudar a recoger las mesas, resultaba bastante antipático a sus compañeros, se las arreglaba para hacer siempre lo menos posible...; en fin, un desastre.

En contra de lo que pudiera pensarse, sus padres eran excelentes personas. Hablé con ellos. Me decían: "Mira, Nacho es un chico excelente, con muy buenos sentimientos, está lleno de valores positivos por dentro. Por el corazón te lo ganas siempre que quieras...".

Al hablarles, con enorme delicadeza, de lo que en el campamento se había visto, se mostraron contrariados y apenas admitían que tuviera ninguno de esos defectos que tan patentes resultaban. La defensa que hacían de sus supuestas virtudes era demasiado vehemente. Ver lo positivo de un hijo es algo natural, y bueno, pero se trataba de encontrar el modo de ayudarle, y estaban poco abiertos a admitir nada distinto de lo que ellos pensaban.

Al final bajamos al detalle de cómo actuaba en casa. Fueron saliendo cuestiones concretas muy reveladoras. Por ejemplo:

• Habitualmente era papá quien ponía la mesa mientras Nacho veía la televisión.

• Era mamá quien dejaba la plancha para acercarse a abrir la puerta porque el chico estaba muy atareado con sus juegos en el ordenador.

• Suspendía habitualmente varias asignaturas, pero achacaban esos resultados a injusticias de los profesores y a la mala suerte.

• Comía a su capricho, y con pocas excepciones.

• Cuando llegaba a casa dejaba todo tirado. Para recogerlo estaba la atenta solicitud materna.

• Ellos casi siempre cedían sin apenas resistencia.

• Tanto papá como mamá le hacían frecuentes consideraciones sobre su reprobable actitud, pero –insistían "no podemos forzar al chico, tiene que salir de él".

Es preciso dar ejemplo a los chicos, motivarles y hacer nacer en ellos ideas positivas, sí. Pero eso no equivale a consentirles todo mientras se espera la llegada de esas iniciativas. No se trata de introducir en la casa una disciplina militar, pero no es formativo que de modo habitual no ayude en nada, que nunca pueda hacer pequeños recados, o darle siempre la razón, o permitir que haga siempre lo que le dé la gana. Tan equivocado es ser excesivamente severos como excesivamente tolerantes.

Es mejor plantear esa batalla en términos positivos: que sea él mismo –que bien puede ya a esta edad – quien se haga la cama, se cepille los zapatos, ayude a poner o quitar la mesa, pase el aspirador por su habitación, ordene su armario, o trabajos por el estilo. Son cosas que influyen mucho en la consolidación de un buen carácter y que repercuten siempre de modo favorable en el ambiente familiar.

martes, 9 de octubre de 2012

La autoridad se conquista mereciéndola

La autoridad puede depender mucho del temperamento, de la forma de ser de cada uno. No obstante, puede adquirirse, mejorarse o perderse conforme a normas seguras que conviene conocer.

Cuando a un padre o a una madre, o a un profesor, no le obedecen –en condiciones normales, claro está--, la falta no está de ordinario en los chicos, sino en quien manda. Repetir órdenes sin resultado, intervenir constantemente, mostrar aire dubitativo o falta de convicción e inseguridad en lo que se dice, son las causas más habituales de la pérdida de autoridad.

No ha de confundirse autoridad con autoritarismo. La dictadura familiar requiere poco talento, pero es mala estrategia. Ser autoritario no otorga autoridad. Hay quien piensa que el éxito está en que jamás le rechisten una orden. Pero eso es confundir la sumisión absoluta de los hijos con lo que es verdadera autoridad; no saber distinguir entre poder y autoridad.

El poder se recibe, la autoridad hay que ganarla en buena lid: se conquista mereciéndola.

Mandar es fácil. Conseguir ser obedecido, ya no tanto. Y lo que exige un auténtico arte es conseguir que los hijos obedezcan en un clima de libertad.

En edades tempranas era más fácil, pero con el tiempo las cosas se van haciendo difíciles, hay una mayor contestación, el chico se rebela con más fuerza ante lo que no entiende. Esto llega con la adolescencia, o antes; a veces, con motivo de la adolescencia de un hermano mayor; y en cualquier caso, antes que en otras generaciones.

Si los padres hasta entonces han abusado de la imposición, el fracaso educativo se puede casi asegurar.

El chico tiene ahora diez o doce años. Ya no es una criatura que obedece "porque sí". Dentro de poco será un hombrecito biológica y psicológicamente independiente.

Prepáralo para que pueda elegir libremente lo mejor.

No tengas miedo a la libertad. Enséñale a pensar y a decidir. Educar en la libertad es difícil, pero es lo más necesario. Porque hay padres que, por afanes de libertad, no educan; y otros que, por afanes educativos, no respetan la libertad. Y ambos extremos son igualmente equivocados.



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martes, 2 de octubre de 2012

Señores de sí mismo

Combatir contra uno mismo es la batalla más difícil y, junto a ello, vencerse a sí mismo es la victoria más importante. A la inteligencia corresponde regir la conducta humana, y esto constituye una pelea diaria contra todo lo que en nuestra vida debe mejorar.

Debemos otorgar a la inteligencia y a la voluntad, ese señorío sobre los actos todos de nuestra vida. Repasemos, como antes, unos cuantos detalles prácticos sobre ese señorío personal, aplicables al chico de esta edad.

Serenidad y equilibrio. Tiene múltiples manifestaciones en la vida diaria. Que sepa mantener la atención en varios frentes sin aturdirse. Que sea capaz de tener dos cosas a la vez en la cabeza. Que no se enfade y patalee cuando no le salen las cosas, o si sufre un pequeño contratiempo. Que no pierda la cabeza por cualquier tontería.

Paciencia. Que aprenda a esperar, a dar tiempo al tiempo. Como siempre, además, suelen ser precisamente los más impacientes y los que más exigen a los demás, quienes luego más transigen consigo mismo y con más facilidad justifican todo lo que hacen, incluso aquello que verían mal si lo hicieran otros.

Elegancia ante el fracaso o el triunfo. Que no sea de ésos que se les suben a la cabeza los primeros éxitos, y se hunden luego al mínimo contratiempo. Si se viene abajo lo que está haciendo, que vuelva a empezar sin nerviosismos. Que conserve la calma cuando todo va mal y los demás pierden los papeles.

Nobleza. Lealtad. Señorío ante el agravio. Que sea leal con sus amigos. Que mantenga su palabra. Que no recurra al insulto o a la venganza ante lo que le afrenta. Que aprenda a defenderse del agresor sin entrar en su juego de injurias y de mentiras. Ha de evitar la murmuración, que tiene unos efectos demoledores en cualquier ambiente, y más en el familiar.

Acostumbrarse a hablar bien de los demás, en cambio, es una costumbre muy recomendable. Todavía recuerdo con emoción el funeral de aquel viejo amigo, excelente profesional fallecido en accidente de tráfico; al terminar, uno de sus compañeros comentó: "Mira, le tenía una gran estima porque sabía hablar bien de la gente; llevo dieciocho años trabajando a su lado y jamás le he oído murmurar de nadie".

Rechazo de la envidia. A muchos chicos les viene la tristeza por las rendijas de la envidia, porque se alegran de los fracasos de los demás y en absoluto sufren con sus dolores o preocupaciones. No les sucedería así si cortaran de raíz cualquier asomo de desazón o de celos por esta causa. Hay que alentar en ellos un espíritu noble y generoso que les lleve a gozarse de las alegrías ajenas.

Borrar el resentimiento. Otro de los peligros de ese mundo interior enrarecido de que hablamos es que sirve de caldo de cultivo de agravios y rencores de todo tipo. Se crea así un ambiente cerrado donde a veces sólo se mantiene el recuerdo de las afrentas y de los desplantes. Hay que enseñarle a perdonar y a olvidar, que son llaves de entrada a esa preciada paz interior.